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Literatura escrita para adolescentes: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “boom”?

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Literatura escrita para adolescentes: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “boom”?

Por Ángeles Quinteros.

De un tiempo a esta parte, se habla cada vez más del “boom” de la literatura escrita para los adolescentes. Dicen los números que en los últimos años se producen más libros infantiles y juveniles que nunca, alcanzando nada menos que un tercio del total de la producción local[1]. La estadística no suele distinguir entre estas dos categorías, como si la separación entre el niño y el adolescente fuera forzosamente difusa, o como si muchos aún no creyeran que existe la literatura juvenil, tal como hasta el siglo XVII la infancia era todavía una categoría invisible[2].

Según estadísticas de Fundación La Fuente[3], el porcentaje de quienes se interesan por la lectura baja drásticamente a partir de 6° básico. A modo de ejemplo, a un 61% de los estudiantes de 4º básico le gustaría recibir un libro de regalo para su cumpleaños. La cifra baja a un 31% en los estudiantes de 6º básico, por lo que el supuesto “boom” de la literatura juvenil es una realidad difícil de explicar.

Hablar de fenómenos editoriales o literarios es casi siempre tramposo. Se acuñan extraños términos para nombrar géneros que siempre han existido, o se habla de “nuevas tendencias”, que los que tengan buena memoria recordarán como la nueva tendencia de hace tres años, o diez si se trata de otro país. Y finalmente es el departamento comercial o de marketing —no los lectores, no los editores— los que se ven más desafiados con todo esto: libros que terminan convirtiéndose en artefactos, y cuyo parecido con la literatura es una mera coincidencia.

Lo que sí podemos constatar como hechos de la causa, son dos realidades concretas que personalmente me parecen llamativas: la primera, la presencia irrefutable de títulos juveniles en los rankings ¾tanto nacionales como internacionales¾ y, la segunda, la falta de generación de literatura juvenil local en el nicho de la lectura complementaria.

Es innegable que algo ha cambiado. En los rankings de ficción, alrededor de un tercio de los “top 10” están siempre ocupados por libros juveniles: las sagas[4] Cazadores de sombras, Los juegos del hambre, Twilight, Maze Runner, Divergente, Juego de tronos y también libros como Las ventajas de ser invisible, Eleanor & Park, los títulos de John Green y un largo etcétera se han tomado las listas de los más vendidos. Libros donde las fantasías distópicas y las historias apocalípticas se entremezclan con títulos realistas, dando un respiro a la fiebre que estalló alrededor del año 2006 con los vampiros, hombres lobo y romances paranormales[5].

Probablemente, una de las claves para entender este fenómeno o “boom” se encuentre en el concepto de la literatura “crossover” o “frontera”, que se acuña en los años noventa, pero que existe desde hace un buen puñado de décadas, pudiendo encontrar su raíz incluso en la clásica novela de formación.

La literatura crossover se ha definido de diversas maneras, pero básicamente se refiere a aquellos libros cuyo público objetivo son los jóvenes y que finalmente “cruzan” al público adulto. Algunos señalan que este cruce va solo en esa dirección –seguramente debido a la explosión del fenómeno de Harry Potter-, pero hay suficientes ejemplos como para asegurar que existe literatura “ganada” desde la adulta a la juvenil, como El guardián entre el centeno[6].

Hay quienes dicen que la aparición del crossover responde a un intento de prestigiar la literatura para jóvenes (tantas veces llamada, junto con la infantil, la “hermana menor de la literatura[7]”), y demostrar que también existen autores de calidad y temas serios en el área juvenil. Pero, me parece que en definitiva, un patrón útil para determinar la calidad de la LIJ es el que señalaba C.S. Lewis: la mala literatura infantil (o juvenil, en este caso) es la que solo puede ser disfrutada por niños o jóvenes.

Otros aseguran que el crossover no es más que una mera estrategia comercial para lograr mayor difusión de ciertos títulos y autores: todo libro que ofrezca múltiples lecturas o contenga la promesa de funcionar en distintos niveles de comprensión contiene, a su vez, la promesa de mayores ventas al aumentar el potencial público objetivo.

Se puede citar un par de ejemplos que reflejan este tipo de estrategias de marketing a nivel editorial: las dos opciones de portadas para Harry Potter en sus inicios (una para jóvenes y otra para lectores adultos), y la colección “Las tres edades” de la editorial Siruela. En las propias palabras de la directora de esta colección, lo que quiso fue “romper las barreras ridículas de edades, ya que hay lectores jóvenes que pueden leer libros complicados y adultos que se contentan con los fáciles”. De hecho, fue ella quien se arriesgó el año 94 con nada menos que una novela sobre filosofía de seiscientas páginas: El mundo de Sofía, libro que grafica perfectamente el desafío que enfrenta todo editor al momento de clasificar un texto dentro de uno u otro nicho, ya que el blanco puede llegar a ser, muchas veces, móvil. En lo personal, en más de alguna ocasión he dudado ante la posibilidad de pasar un libro supuestamente adulto a la categoría juvenil o viceversa. Y es que muchas veces los libros realmente buenos son difíciles de clasificar, porque son una categoría en sí mismos.

Son estas estrategias comerciales las que, muchas veces, ponen en tela de juicio al crossover como género. Sin embargo, si uno piensa, por ejemplo, en los títulos que se pasan a ediciones de bolsillo, en los textos que posteriormente son ilustrados, en el cambio de portada cuando sale la película basada en el libro o en las novelas por entrega, vemos que el tema del cambio de formatos y/o ediciones de un mismo título no es razón suficiente para desestimar la existencia de un género.

Más allá de la sospecha que puede llegar a levantar esta nueva categoría literaria —lo cual tampoco resulta sorprendente— lo cierto es que las lecturas que actualmente están atrayendo una mayor cantidad de jóvenes lectores están fuera del circuito escolar, es decir, hay un movimiento desde la lectura prescriptiva a la lectura por impulso. Los títulos juveniles que poseen las características mencionadas han ido ganando terreno entre los lectores y han sido una suerte de alivio para un mercado editorial cada vez más amenazado. No es casual ni tampoco gratuito que se estén forjando desde hace algún tiempo editoriales o colecciones especializadas en el género, como lo son el sello Nube de tinta, la Editorial Oz o la colección Biblioteca Furtiva de la editorial Seix Barral.

Con esto vuelvo a lo anterior: hablar de un “boom” de la literatura escrita para adolescentes es impreciso; el fenómeno, como hemos visto, se identifica con el éxito más bien reciente de títulos bajo el rótulo crossover y no con toda la literatura juvenil. Y es aquí donde los editores debiésemos agudizar los sentidos y estar atentos a realidades sociológicas como la adultización de los niños o la infantilización de la sociedad, que hacen ver la segmentación de la literatura por edades como algo no solo inútil e ingenuo, sino también desventajoso, sobre todo si consideramos que en Chile un 30% de los niños y jóvenes a los que les gusta leer, no encuentran lo que les interesa. Cabe destacar que esto no es exclusivo de la literatura juvenil, también corre para otros géneros como el libro álbum o la novela gráfica.

Me agarro de esta última aseveración para unirla con el otro aspecto que mencioné antes, esto es, el contrapunto chileno al tema del boom del crossover: ¿cuál es el estado actual de los títulos juveniles locales que forman parte de los programas de lectura complementaria?

Si revisamos los catálogos de las grandes editoriales dedicadas a este segmento, la cosa no pinta bien; la proporción de autores chilenos apenas alcanza un tercio del total. El predominio de títulos extranjeros es abrumador, y la aparición de nuevos autores nacionales es escasísima: seguimos viviendo de Enrique Lafourcade, Hernán del Solar, Guillermo Blanco, Baldomero Lillo, Alberto Blest Gana y Manuel Rojas, entre otros; autores y títulos excelentes —dicho sea de paso—, convertidos ya en una especie de clásicos chilenos, pero en ningún caso suficientes como para conformar una oferta diversa.

Desde este punto de vista, coincido con quienes señalan que “cada generación de jóvenes crea formas de acceder y construir su propio canon: entre lo clásico y lo nuevo, o entre lo clásico y lo que, sin serlo, entra como literatura en sus búsquedas. Para los jóvenes mismos no hay literatura juvenil, sino literatura[8]”. Es innegable que lo que algunos denominan “posmodernidad” ha influido en estos nuevos libros, donde los problemas sociales, la intertextualidad y la relatividad de los géneros no ha dejado indiferentes a las nuevas generaciones de escritores. En palabras de Gemma Lluch, “la mejor manera de definir la actual literatura juvenil sería a través del mestizaje o de la fusión entre diferentes modelos narrativos. Ya lo comentábamos al inicio: la capacidad de la actual narrativa juvenil como lugar de reflujo y de fusión de las características canónicas, comerciales o populares, televisivas, cinematográficas o cibernéticas la sitúan en un lugar privilegiado en el actual sistema literario. Suma, reutiliza, copia y adapta lo que considera apto: desde la literatura de adultos más canónica a la más comercial, de las narrativas televisivas a las cinematográficas[9]”.

Lo cierto es que resulta urgente incorporar nuevos libros chilenos de calidad y en esto —puedo asegurarlo por experiencia propia— la pesquisa de textos juveniles se hace más difícil que en la literatura infantil, quizás por ser este un género que está más delimitado, quizás porque la tentación de replicar fórmulas extranjeras es mayor, quizás porque a cierta edad la competencia del libro con el computador, la televisión y el teléfono se torna desigual. No lo sé con certeza. Lo que sí sé es que los autores chilenos actuales que han logrado encontrar el tono y la calidad literaria y que todo eso converja en un libro honesto son todavía pocos, y la mayoría ya está más o menos asentado en el nicho.

Y el terreno se oscurece más aún al intentar indagar dos aspectos adicionales, pero no menos importantes: por un lado, los gustos lectores del público juvenil, ya que la compra de estos títulos es, por lo general, obligatoria; y, por el otro, la forma de definir las líneas editoriales de los sellos en el rubro, en donde muchos editores advierten el peligro de que el Estado sea el mayor comprador, ya que incita a que se produzcan libros en función de lo requerido por el Ministerio de Educación y no según lo planificado por el equipo editorial (y esto tampoco es exclusivo de la literatura juvenil; solo basta ver la cantidad de colecciones y títulos infantiles sobre pueblos originarios que existen, olvidándose de que también hay muchísimos otros tipos de marginalidades que es urgente abordar).

Más allá de estas variables mencionadas, me parece que no solo es lícito sino necesario que las nuevas generaciones vayan cambiando sus demandas lectoras y que los dardos de los contenidos locales juveniles, poco a poco, vayan afinando su puntería, acercándose de paso —y curiosamente— a las características del crossover actual, donde el texto deja de idealizar y tratar a la juventud como un estado totalmente separado de la adultez y en donde, además, al momento de incorporar nuevos títulos a un catálogo, se evite caer en el ejercicio de tener en mente de manera principal a los profesores, bibliotecarios o padres y así, en consecuencia, dejar de producir textos ambivalentes orientados a un doble destinatario: el lector joven, por un lado, y al mediador, por el otro. Naturalmente, todo esto también dependerá de cómo veamos a la literatura juvenil, si como un medio para un propósito, es decir, al servicio de un objetivo específico (como el desarrollo de ciertas competencias) o como un fin en sí mismo.

A nivel local, quienes han ido en la dirección del crossover —por mencionar algunos nombres—, son Francisco Ortega, Mike Wilson, Camila Valenzuela, Jorge Baradit y José Ignacio Valenzuela. Del mismo modo, también es posible ver cada vez más en los catálogos de literatura complementaria la inclusión de colecciones en formato bolsillo de autores considerados para adultos, como Alberto Fuguet o Hernán Rivera Letelier. Todos los anteriores son autores o títulos que tienen en común el haber avanzado desde el foco de la educación hacia el foco del lector. En ese sentido, no hay que olvidar lo señalado por Juan Cervera cuando afirmó que “decir que la literatura juvenil aborda los problemas específicamente juveniles, supone recortar notablemente sus posibilidades y mantener al joven en su mundo; el joven posee un mundo de referencias mucho más amplio y complejo[10]”.

Así pues, desde este punto de vista, es necesario tener presente que la literatura juvenil también debe ser entendida como la que está orientada a lectores jóvenes no en el sentido de su edad, sino en relación a su madurez lectora o itinerario de lecturas. En este sentido, creo que cuando entramos en el terreno de la literatura juvenil, debemos olvidarnos del concepto de “público objetivo” que tenemos en nuestro imaginario colectivo. Ya lo recalcó Emili Teixidor: “la nostalgia de la infancia [y por extensión, de la juventud] que tenemos los adultos, los jóvenes no la tienen porque están instalados en ella y no se puede sentir nostalgia de lo que no se ha perdido[11]”.

Los lectores adolescentes siempre irán un paso más allá de lo que está recién saliendo de imprenta: “lo que se publica en su contemporaneidad ya ha ocurrido para ellos, es tan actual que se vuelve obvio e intrascendente[12]”. La escritora Marina Colasanti apunta en esta misma dirección, al observar que “el público joven para el escritor y el mediador es un blanco altamente improbable. No está, como el de los niños, reunido en un bloque socialmente delimitado y cronológicamente similar. Sus conocimientos no pueden medirse por la edad. El adolescente es una criatura de dos cabezas, oficialmente autorizado a ser adulto y niño al mismo tiempo[13]”.

En atención a las particularidades del lector de literatura juvenil, ya es hora de empezar a reconstruirla y dejar de infantilizarla, atreviéndose a generar y publicar contenidos que consideren a su público no solo como “sujetos de y en formación”, sino también como personas con un juicio crítico y sumamente agudo, en donde ya no basta con poner a un protagonista adolescente y en donde los cánones y tópicos del género finalmente terminan haciéndole un flaco favor a sus potenciales lectores.

Son estos lectores, con sus propios intereses —y no tanto las exigencias curriculares o los gustos impuestos por nosotros— en quienes debemos centrarnos para repensar la literatura juvenil y así acercarla a su mundo particular, un mundo que se caracteriza por cierto tipo de libros de los que ellos se están apropiando, fuera del circuito académico, y que pueden servirnos para derribar el mito de la apatía juvenil frente a la lectura. Ellos mismos están enviando las señales. Y está en nuestras manos decidir si vamos a escucharlas o no.

[1] Según el Informe estadístico de la Agencia Chilena de ISBN, a nivel local un 31,59% de la producción corresponde a la materia de “Literatura Infantil Juvenil” entre los años 2000-2013.

[2] “Los conceptos de niñez y juventud están asociados a la proliferación de las sociedades industrializadas. Según Teresa Colomer, recién en el siglo XVIII se comienza a hablar de ‘niño’ como concepto que engloba necesidades específicas para este estadio de crecimiento, mientras que en el siglo XX se comienza a hablar de ‘juventud’ como un estadio diferente a la niñez y la adultez”. Colomer, Teresa. “La narrativa infantil y juvenil actual” en La formación del lector literario. Narrativa infantil y juvenil actual. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1998.

[3] “Esto no es un cuento”. Datos lectores de Fundación La Fuente, 2013. Web.

[4] “La atracción por la serialidad es una de las expresiones más genuinas de la narrativa contemporánea. En la era de su reproductibilidad técnica, la ficción no aspira únicamente a la constitución de objetos únicos, sino a una proliferación de relatos que operan en un universo de sedimentos, en un territorio experimental donde se prueban, y a menudo se legitiman, todas las estrategias de la repetición”. Balló, Jordi y Pérez, Xavier en Pérez Bowie. Leer el cine: la teoría literaria en la teoría cinematográfica. Ediciones Universidad de Salamanca, 2008 .

[5] Según el agente literario especialista en literatura juvenil, Michael Bourret, “después de una exitosa carrera, lo paranormal está en decadencia. Las historias sobre criaturas de todo tipo —hombres lobo, cambia-formas, seres mitológicos, sirenas o cualquier cosa con una cola o alas, según Jaffa— simplemente no están vendiendo […] hay demasiados libros en esta categoría, y como hay una sobrepublicación, es mucho más difícil tener un hit”. Corbett, Sue. “New Trends in YA: The Agents' Perspective”. Publishers Weekly. Nueva York: septiembre 2013.

[6] “Crossover literature”. Beckett, Sandra, en Keywords for Children's Literature, Nel, Philip; Paul, Lissa. New York: New York University Press, 2011.

[7] “Históricamente parece evidente que los textos innovadores para niños han manipulado modelos literarios que iniciaban ya su decadencia en el sistema adulto […] Para que la literatura infantil y juvenil […] admita nuevas normas literarias, es preciso que estas normas se hayan consolidado previamente en la tradición cultural e, incluso, que hayan comenzado a perder su vigencia en el sistema literario adulto”. Colomer, Teresa. Op. cit., pág. 1.

[8] Correa, Juan David y Rodríguez, Claudia (2005). “Cuando Frankenstein no se mira al espejo. Un repaso a la literatura juvenil”. CLIJ: Cuadernos de literatura infantil y juvenil, Nº 184, pág. 20.

[9] Lluch, Gemma. “Literatura infantil y juvenil y otras narrativas periféricas”. Actas del V Seminario Internacional de "Lectura y Patrimonio". Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2009. Web.

[10] Cervera, Juan (1995). “La literatura juvenil al debate”, CLIJ: Cuadernos de literatura infantil y juvenil, Nº 75, pág. 13.

[11] Teixidor, Emili (2000). “La literatura juvenil, ¿un género para adolescentes?”. CLIJ: Cuadernos de literatura infantil y juvenil, Nº 133, pág. 12.

[12] Correa, Juan David y Rodríguez, Claudia. Op. cit., pág. 4.

[13] Colasanti, Marina: “Una edad a flor de piel”. Fragatas para tierras lejanas. Conferencias sobre literatura. Bogotá: Editorial Norma, 2004.

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